Hoy casi nadie niega en teoría que todo hombre es "persona". Tiempo ha habido en el que se discutió sobre si la mujer lo era; o si los negros, indios y esclavos en general, tenían "alma". Se trataba de dilucidar -o de confundir, según los casos- la igualdad o desigualdad radical entre los seres humanos todos. Hoy, las expresiones "dignidad humana", "dignidad personal", "derechos humanos", están siendo muy empleadas, y esto es bueno.
Pero en la práctica a menudo se olvida, o se niega incluso, esa "igualdad" radical, en lo que atañe a derechos y deberes consiguientes. Es de lamentar que con mucha frecuencia no se usan tales términos desde una intensa valoración del ser personal, sino más bien como una lanzadera para reivindicar presuntas "mejoras" sociales, que no pocas veces resultan verdaderos atentados y lesiones al respeto debido a la persona. En la práctica se niega la igualdad de derechos - lo cual es tanto como negar la igualdad de "ser" o de "naturaleza" - a los seres humanos no nacidos, o nacidos con alguna deficiencia notable, o a los enfermos que suponen una carga para la familia o para la sociedad, a los deficientes mentales, etcétera. En los últimos lustros se extiende además la práctica de la manipulación genética en embriones humanos, como si fueran simples objetos, medios o instrumentos para beneficio de los (adultos) poderosos del momento o de la circunstancia.
Se ha dicho que "uno de los fenómenos más sobresalientes de nuestros días es la ambigua situación de la dignidad humana. Es, sin lugar a dudas, una de las nociones más invocadas. Sus excelencias son cantadas con acentos graves. Defenderla constituye el gran reto y la exigencia inaplazable de los sistemas políticos a la altura de nuestro tiempo. Vulnerarla supone, en fin, la expresión del mal radical, el indicio de una intolerable actitud profanadora del más íntimo e inviolable recinto personal. A la vez es una de las ideas más amenazadas. La degradación y el envilecimiento humano, síntomas claros de la crisis de la civilización contemporánea, están más generalizados en nuestros días que en cualquier otro periodo de la humanidad. Los atentados contra el hombre, realizados según se dice, en nombre de su dignidad, han adquirirdo un grado de crueldad y refinamiento difícil de imaginar en épocas pasadas. La banalización de la sexualidad es un fenómeno habitual. La violencia y la tortura, formas extremas ambas de atentar contra la persona y su dignidad, forman parte de la vida cotidiana.
«Todo ello ha hecho del presente una época de hastío hacia el hombre, que es considerado como mono desnudo, rata pérfida y perturbador de la naturaleza. La literatura contemporánea contiene numerosos testimonios de esa situación equívoca. Junto con el elogio encendido de la dignidad, se describe al hombre -sin reparar en la contradicción entre ambas cosas-, como ser aislado de los demás por abismos tan hondos que ni siquiera la buena voluntad puede franquear. La extrema inaccesibilidad del otro, la imposibilidad de entenderse con él de forma duradera, de atender a los requerimientos de su dignidad, no se ha percibido nunca tan dolorosamente como en nuestro siglo. "Vivir significa estar solo, -dice Hermann Hesse-, nadie conoce al otro, todos estamos huérfanos". Entre los hombres parece levantarse un muro que les impide acercarse y tratarse de acuerdo con las exigencias de su valor incomparable. Con estas desgarradoras palabras lo ha expresado Albert Camus: "nos miramos y no nos vemos, estamos cerca y no podemos aproximarnos"» (J.L. del Barco, Bioética. Consideraciones filosófico-teológicas sobre un tema actual, Rialp, Madrid 1992, prólogo, pág. 11-13).
Esta dolorosa realidad ha de tener una causa. Lo patológico no es originario. Y todo coincide con un desaforado anhelo de emancipación por parte del hombre. Borracho de mayoría de edad no ha caído en la cuenta de que se halla, en muchos aspectos, todavía en la inmadurez de la adolescencia; que no está en condiciones de entender el agustiniano ama y haz lo quieras, porque ha adulterado la noción misma de amor. La ha invertido hasta el punto de centrarlo en el yo en lugar de hacerlo en el tú. El verdadero sentido del amor está en el otro, no en mí. Amor es lo que me convierte en yo para el otro. Amar según el decir de los clásicos es, en cierto sentido, "descentrarse"; dicho de modo positivo: centrarse en otro que da sentido a mi vivir.
Y aunque no pienso que la dignidad de la persona no pueda percibirse al margen de la fe cristiana, es un hecho que la pérdida del sentido de esa dignidad coincide con la pérdida del sentido cristiano de la vida y del amor, con la negación teórica o práctica de Dios creador.
miércoles, 16 de julio de 2008
Suscribirse a:
Comentarios (Atom)